воскресенье, 14 июня 2009 г.

MI CASA


Mis primeros años de vida en Cuba fueron años de peregrinaje, vivimos en muchos sitios y nos relacionamos con mucha gente. Además, mi madre y yo viajamos a Rusia a ver a mis abuelos. En mi cabeza estaba todo tan revuelto que una vez, cuando se rompió el autobús y nos quedamos a pleno sol en medio de una carretera desconocida, yo le pregunté a mi madre: «¿Y éste, qué país es?»
Cuando por fin nos dieron una casa, viví en un barrio que era un inmenso jardín. Era en Cubancán, uno de los barrios residenciales de La Habana, donde antes de 1959 vivían familias de dinero, después vivieron los «becados», estudiantes de otras provincias eur habían venido a estudiar medicina, y finalmente se instalaron profesores y científicos. La “nueva” gente «acomodada» – los funcionarios y los diplomáticos empezaron a apoderarse de estas casas un poco más tarde, en los años 80. En ese barrio se encontraba el Instituto Médico “Victoria de Girón”, donde trabajaba mi padre, y gracias a ello nos instalaron en un lugar tan privilegiado. La casa era muy grande, color rosa, de dos pisos. En el segundo piso estaban los cuartos de criados, además tenía dos terrazas, un patio interior con lavadero, cocina empotrada, un garaje para dos coches. Un verdadero sueño burgués, aunque más pequeña que las que contruyen actualmente en Rusia los «nuevos rusos». La compartíamos con otra familia de profesores de Girón.
Delante de la casa crecía un enorme árbol de flamboyán, sus ramas cubrían toda la parte derecha del tejado y sus flores rojas eran como llamas de fuego cada vez que florecía. Me resultaba muy intrigante el hecho de que cada flor tuviera, además de los pétalos rojos, un pétalo multicolor, de fondo blanco, con franjas de todos los colores del arcoiris. Para mí era como un pétalo mágico, un pétalo que se puede lanzar al viento y pedir un deseo, como en el cuento ruso “La flor de los siete pétalos”. Aunque en el flamboyán hubiera sólo un pétalo mágico en cada flor, en esa época había suficientes para que se cumplieran todos mis deseos.
Había otro árbol que me gustaba mucho al final del jardín, tenía flores blancas, grandes y muy perfumadas. Las llamábamos margaritas, pero creo que debían tener otro nombre. Ese era el árbol dónde jugábamos a las casas y a los piratas, pues tenía unas ramas muy grandes, a las cuales podíamos trepar. M encantaba subir a los árboles, tirar piedras y recoger ramilletes de flores silvestres.
En los árboles vivían los animales que más me gustaban después de los perros y los gatos, los lagartos. Todo mi tiempo libre lo dedicaba a cazarlos. Me gustaban los verdes, aquellos que podían cambiar de color, adquirían el color de la superficie donde los pusieras, en cambio había otros grises que no cambiaban y resultaban menos interesantes. Los cazaba para amaestrarlos y siempre quise que viviera uno conmigo, en mi cuarto. Me parecía que un lagarto en mi habitación podría estar siempre bien alimentado y a la vez habría menos insectos (había muchísimos mosquitos, luego empezaron a fumigar y hubo cada vez menos.) Pero junto con los mosquitos desaparecieron también las mariposas y las libélulas.
También venían a nuestro jardín de vez en cuando los zun-zunes, unos pájaros muy pequeños y muy hermosos que se llaman también colibríes. El zun-zun es el pájaro más pequeño del mundo, se alimenta del néctar de las flores, como una mariposa. Además, cuando vuela, mueve tan rápido las alas que éstas no se ven, sólo se ve un cuerpecito verde y brillante suspendido en el aire.
Al principio era una «casa colectiva», cada familia tenía dos dormitorios y un baño, y la cocina, el comedor, las salas, el recibidor, las terrazas eran de todos. A mí me gustaba mucho que viviéramos juntos, era muy divertido, sobre todo por las tardes, cuando venían todos del trabajo y se reunían para cenar. En la casa no había casi muebles, pero había muchas sillas,y casi siempre teníamos invitados. A menudo por las tardes cortaban la luz, entonces encendíamos velas, charlábamos y y cantábamos. A mi me dejaban quedarme hasta tarde con los mayores, pues le tenía miedo a la oscuridad. Mi casa tenía un aire de residencia estudiantil.
Pero una casa «colectiva» resulta muy molesta para la vida familiar, y nuestra pequeña comuna fue deteriorandose cada vez más. Finalmente la casa fue dividida en dos partes, cada una con entrada independiente, y nuestra vivienda se volvió completamente nuestra. En esta parte de la casa había un salón con una pared de piedra natural, rústica, muy bonito. Entre las piedras había una que sobresalía, las demás eran más o menos del mismo nivel, y comentábamos que cuando nos fuéramos de allí, deberíamos sacar esa piedra y ver si había algo debajo de ella. En aquellos años aún podían encontrarse cosas de valor guardadas por los antiguos dueños de esas casas. Lo más curioso es que en ningún momento pensamos dejar la casa e irnos a vivir a otro sitio, pero cuando nos fuimos todos definitivamente, nadie fue capaz de arrancarla.

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