суббота, 23 мая 2009 г.

ENCUENTROS


Antes del triunfo de la Revolución no eran muchas las mujeres que trabajaban en Cuba fuera de casa, la mayoría se limitaba a las faenas del hogar. Pero una de las metas del nuevo gobierno era que las mujeres pudieran trabajar sin preocuparse por sus hijos. Se abrieron en las ciudades círculos infantiles (guarderías) y colegios seminternados, donde las clases terminaban a las 5 de la tarde.

Igual que miles de mujeres cubanas, mi madre también empezó su vida laboral, y a mí me matricularon en un círculo infantil en el municipio Playa que nos quedaba más o menos cerca. Mi madre debía llevarme por la mañana hasta el círculo, y mi padre estaba encargado de recogerme por la tarde. Recuerdo muy poco aquel lugar, muy pocos detalles: era un edificio de hormigón pintado de colores horribles, olía mal, a comida rancia, y nos bañaban juntos a los niños y las niñas en la misma ducha.

Mi estancia allí duró muy poco, dos o tres días solamente. Esta parte de la historia la sé gracias a mi padre, pues mi mente tiene una feliz capacidad de borrar recuerdos desagradables. Un día él vino a recogerme un poco más temprano, y descubrió que la «seño», la mujer encargada de cuidarnos, estaba realizando un experimento con nosotros. Estábamos todos sentados en círculo alrededor de ella, en el suelo, y al primero que intentaba moverse o decir algo ella lo golpeaba con una vara de madera, de esas que sirven de puntero, en la cabeza. No era un golpe demasiado fuerte, no dejaba huellas, era un simple «cocotazo» que nos mantenía «tranquilos». Mi padre, que además era psicólogo, decidió que a aquel «círculo» yo no iría más.

Así fue como apareció en mi vida Josefa, una ucraniana de más de 70 años, la mujer más trabajadora que he conocido en mi vida, mi abuela postiza. Josefa era de Ucrania occidental, y creo que no hablaba ruso, pues conmigo siempre hablaba en español. Ella había llegado a Cuba muy joven, con unos 18 años, huyendo de la Revolución y la Guerra Civil en su país, y a pesar de haber vivido la mayor parte de su vida en la isla, conservaba un acento bastante fuerte. Era extranjera, como mi madre, pero a la vez era diferente, como salida de otro mundo. Años más tarde, cuando aprendí a leer y me hice adicta a la lectura, descubrí que en su casa había un sólo libro, y estaba en ucraniano. Eran las fábulas del poeta ruso Krilov. ¿Por qué un libro de un autor ruso, y en ucraniano?

En su casa no había televisor, pero eso me no me asombraba, pues en mi propia casa tampoco había, era un equipo que sólo se podía comprar a través del sindicato, por méritos especiales en el trabajo.

Lo que sí me llamaba la atención era la cantidad de flores que había, tanto dentro de la casa, en enormes floreros en la sala, el comedor, los dormitorios, y en el jardín que rodeaba su bello chalet. Josefa se pasaba el día entero trabajando en el jardín, podando las flores, desyerbando, recogiendo gusanos. Tenía además una verdadera guerra con una enormes hormigas llamadas «bibijaguas»que se comían sus plantas y eran muy listas. Todos los días les echaba «luz brillante», keroseno en sus cuevas. De tanto trabajar en la tierra sus manos estaban bastante deformadas y arrugadas, eran las manos de una campesina. Creo que a Josefa simplemente le gustaban mucho las flores, pues no recuerdo que en su jardín creciera algo más práctico, algo que fuera comestible. Sólo flores, arbustos, árboles florecientes como el flamboyán. Casi todos los días cortaba flores frescas y hacía bellas composiciones para adornar su hogar. Todos los día cambiaba el agua en cada florero.

Josefa había sido criada y después ama de llaves de una familia muy rica. Su marido y ella habían construido aquella casa de dos plantas, habían sembrado aquel jardín y habían tenido un sólo hijo. Josefa mantenía su casa perfectamente arreglada y limpia, le cocinaba cada día a su perro Pelusín, preparaba magníficos almuerzos y cenas para nosotras, siempre estaba trabajando. Dos veces a la semana iba en autobús a un minimax (el nombre se conservaba intacto, pero no el surtido, desgraciadamente), a comprarle a Pelusín «carne de perro», una mezcla que vísceras y residuos de mataderos que sólo podía comprarse en aquel lugar. Y además iba todos los domingos a misa. Josefa era católica, y fue en su casa que descubrí un buen día que existía la Navidad, y que el niñito del nacimiento estaba relacionado de algún modo con el cuadro de «Sagrado corazón» de Jesús que estaba colgado en su dormitorio. Era un cuadro donde el corazón de Jesús aparecía por encima de la ropa (había cuadros así en muchas casas) y me parecía muy misterioso, pero nunca logré que me explicara nada.

Muchas cosas en la vida de Josefa eran para mí nuevas e inexplicables: me encantaban las guirnaldas que ponía en Navidad en su puerta (ahora sospecho que las hacía ella misma, pues eran de flores naturales), me gustaba muchísimo el arbolito que ponía, artificial, por supuesto, pues en Cuba no crecen los pinos, pero con unas bombillas y luces preciosas. El nacimiento con las figuritas de animalitos me gustó tanto que llegué a pedirle a mis padre que me hicieran uno también. No me respondieron nada.

Por supuesto, Josefa tenía también algunas cosas que no me gustaban, por ejemplo, ella pensaba que los niños debían dormir la siesta, y yo odiaba dormir por el día. Creía que después de comer uno no se podía tomar un baño, pues era muy malo para la digestión y podía darte una embolia. No me dejaba nunca curiosear en la habitación de su hijo, quien había muerto hacía muchos años. Su cuarto permanecía intacto, como si él estuviera viviendo todavía allí. Su marido también había muerto, Josefa vivía completamente sola y no tenía ningún familiar en Cuba.

Mi madre intentó ayudarla para que invitara a algún pariente de Ucrania, pero resultó imposible, no les daban permiso de salida a ninguno. A la pobre Josefa tampoco le permitieron ir a visitarlos, a pesar de que habían pasado tantos años, su país no quería saber nada de ella.

Ya cuando tenía unos 9 o 10 años dejamos de ver a Josefa y yo me olvidé de su existencia. Un día estaba paseando por su barrio, Atabey, y pasé delante de su casa. La reconocí enseguida, y quise pasar a saludarla. Pero algo había cambiado, los balances que estaban siempre en el portal habían desaparecido, y ¡ya no había flores! Esa misma tarde le pregunté a mi madre por mi querida niñera, y me dijo que había muerto. Las hormigas habían acabado con su bello jardín, y en su casa estaban viviendo personas desconocidas…