среда, 17 июня 2009 г.

A CUBA CON UN SAMOVAR


Hay quien dice hoy que los rusos no dejaron nada en Cuba, y es algo con lo que estoy en total desacuerdo y que he escuchado muchas veces de personas muy diferentes. Ante pruebas tan evidentes de lo contrario, como lo son Alamar, un típico barrio de edificios de concreto de cinco pisos que podría estar en cualquier ciudad de Rusia, situado en las afueras de La Habana, estas personas afirman que sí, algo han dejado, pero no es nada bueno. Alamar es un sitio que no le gusta a casi nadie.
En treinta años de relaciones sumamente intensas no es posible que no haya quedado ninguna huella, rastro, deje. Incluso aquellos que no son muy amantes de la cultura rusa y detestan su idioma por impronunciable, y casualmente, muchas veces, son aquellos que añoran el inglés y los country-clubs, deben reconocer que la cultura rusa ha dejado algo, tal vez difícil de definir, un matiz diferente. Es como el revoloteo de las alas de una mariposa en la novela ¨Livadia¨ de José Manuel Prieto, cuyo personaje, un cubano, es contratado para cazar un ejemplar muy raro en Crimea, una alusión directa a Nabokov y su pasión por la entomología. Tal vez sea un sistema de coordenadas diferente, ajeno, pero comprensible para todos los cubanos. O al menos para los cubanos de mi generación, la generación que se hizo adulta poco antes del año 89. Con esta nueva referencia que no debemos olvidar, tal vez podamos comprendernos mejor, vernos desde fuera.
Recuerdo que hace un tiempo estuvo en Moscú una amiga cubana que vive en París, vino a la primera Bienal de Arte Contemporáneo, y lo primero que quiso ver fue la catedral de San Basilio, en el Kremlin. Aunque sé que el Kremlin es el lugar más turístico de la ciudad y visita obligatoria de todo extranjero que arriba a estos lares, pero ¿por qué precisamente dicha catedral? A mi pregunta ella exclamó: «¿No sabes acaso que he crecido viendo esa catedral? ¡Estaba pintada en la sala de mi casa!¿Es que no te acuerdas? Quiero verla por fin en vivo.»
Tenía referencias de que tanto su padre como su tío habían estudiado en la Unión Soviética, en Moscú, y mi madre incluso había conocido al primero de ellos en una fiesta en la Embajada cubana, pero no me acordaba de ese detalle. A su vuelta a Cuba los dos habían decidido adornar la sala de la casona familiar de Boyeros con la imagen de la famosa iglesia rusa. Su padre, no exento de talento artístico, la pintó personalmente a todo lo alto y ancho de la pared. Lo más curioso es que yo había visitado en muchas ocasiones esa casa, y no me percaté de su peculiar decoración . ¿O será que en aquella época, a mediados de los años 80, me pareció algo muy normal? ¿Ver la catedral de San Basilio plasmada en una pared era algo que ni siquiera causaba asombro?
El escritor cubano José Miguel Sánchez hace referencia a este fenómeno en un artículo que se titula “Lo que dejaron los rusos”: «Los mismos cubanos que regresaban contando de la nieve en la Plaza Roja, del lujo increíble de las estaciones del Metro moscovita y de las bellas noches blancas de Leningrado, trajeron, además de cuentos y bellas eslavas embarazadas, todo un flamante concepto de decoración doméstica, junto con toneladas de souvenirs de la riquísima artesanía popular rusa. ¿Quién no tuvo o soñó tener en el aparador de su casa una matrioshka de veinte o más muñequitas? Algunos cubanos fueron más allá y cargaron a su regreso al terruño con titánicos samovares de cobre, con teteras eléctricas y juegos de té y todo. Así, la costumbre de tomar la delicada infusión, que hasta el 59 fue inglesa y aristocrática, se popularizó entre nosotros, y luego se volvió patrimonio de artistas y bohemios tropicales trasnochadores.
Otros, considerando con astucia guajira la relación peso-espacio a cubrir, cargaron con enormes afiches del Kremlin y la policromada catedral de San Basilio que aún hoy se aferran tercamente a algunas paredes habaneras, muy desteñidos por la sobredosis de luz de este implacable trópico. Y hubo otras mil chucherías rusas adornando las salas cubanas: desde cucharas campesinas talladas en madera y reproducciones de llaves de las murallas de ciudades medievales del Báltico, hasta la hoy ultrakitsch agenda con la musiquita de «La Internacional» que muestra henchido de orgullo el personaje de Pistolita interpretado por Enrique Molina, en «Hacerse el sueco», la más reciente comedia de Daniel Díaz Torres .
En los cuartos de las casas cubanas las alfombras, unas de grueso fieltro industrial, y otras notables piezas de artesanía de los pueblos de Asia Central, resistieron largamente una pelea de mono a león con el polvo, el churre y el calor tropicales. Hubo cuernos lituanos para beber hidromiel junto con astas de ciervo y hasta de alce, y cabezas de jabalí para adornar la pared. Tiubeteikas tradicionales uzbekas se colgaron de nuestras sombrereras junto a la boina gallega y el yarey guajiro. Y cuántos gruesos abrigos enguatados y chaikas de piel peluda no permitieron y permiten aún a su orondo y nostálgico poseedor pasearse con la sensación de invulnerabilidad que da una escafandra cósmica en medio de nuestros más helados frentes fríos ¡Nada en comparación con los veintipico bajo cero de Moscú en diciembre! Sin contar con esas botas altas de mujer, interiormente forradas de cálida piel de cordero, verdaderas saunas de torturar pies en este clima, que enmohecieron en los escaparates caribeños mientras su dueña prefería gastar pares y pares de frescas chancletas metedeos, entretanto no había una salida de verdad...”
Las latas de carne prensada, popularmente llamadas “carne rusa”, fueron codiciadas por más de una generación de amas de casa para variar el estricto menú racionado. Incluso cuando empezaron a llegar a la isla conservas chinas, las empezaron a llamar “carne rusa china”(!), nombre difícil de entender para alguien alejado de la realidad cubana, pero éstas últimas ya tenían muy poco de carne y parecían comida del futuro, fueron las premonitoras del picadillo de soja que apareció años más tarde.
Muchos en La Habana recuerdan todavía el famoso restaurante “Moscú”, que se quemó a finales de los ochenta y marcó el final de una época. En él servían la inolvidable “solianka”, admirada por los gourmets capitalinos, “smetana,, “borsh” y muchos otros platos que se hicieron populares.
Las codiciadas revistas “Sputnik”, “Literatura Soviética”, “Mujer Soviética”, “Misha”, a pesar de contar a veces con una traducción algo estrafalaria, desaparecían de los quioscos inmediatamente.
Como afirma el escritor cubano José Miguel Sánchez, “…somos un pueblo que siempre descubre el lado bueno de todo lo que tiene... pero solo después de perderlo.
Porque... confiesen: Entre el clásico cualquier tiempo pasado fue mejor, nuestra eterna manía de defensores de las causas perdidas, y cierto chovinismo de doble moral, que nos permite criticar todo lo que tiene que ver con nosotros... pero al mismo tiempo nos hace salirle al paso muy ofendidos a cualquiera que nos lo critique demasiado... ¿Cuántos de nosotros no nos hemos sorprendido en los revueltos años de fin de milenio, al menos una vez, suspirando de añoranza por algunas de esas cositas made in URSS que tanto criticábamos antes de 1989?”


воскресенье, 14 июня 2009 г.

MI CASA


Mis primeros años de vida en Cuba fueron años de peregrinaje, vivimos en muchos sitios y nos relacionamos con mucha gente. Además, mi madre y yo viajamos a Rusia a ver a mis abuelos. En mi cabeza estaba todo tan revuelto que una vez, cuando se rompió el autobús y nos quedamos a pleno sol en medio de una carretera desconocida, yo le pregunté a mi madre: «¿Y éste, qué país es?»
Cuando por fin nos dieron una casa, viví en un barrio que era un inmenso jardín. Era en Cubancán, uno de los barrios residenciales de La Habana, donde antes de 1959 vivían familias de dinero, después vivieron los «becados», estudiantes de otras provincias eur habían venido a estudiar medicina, y finalmente se instalaron profesores y científicos. La “nueva” gente «acomodada» – los funcionarios y los diplomáticos empezaron a apoderarse de estas casas un poco más tarde, en los años 80. En ese barrio se encontraba el Instituto Médico “Victoria de Girón”, donde trabajaba mi padre, y gracias a ello nos instalaron en un lugar tan privilegiado. La casa era muy grande, color rosa, de dos pisos. En el segundo piso estaban los cuartos de criados, además tenía dos terrazas, un patio interior con lavadero, cocina empotrada, un garaje para dos coches. Un verdadero sueño burgués, aunque más pequeña que las que contruyen actualmente en Rusia los «nuevos rusos». La compartíamos con otra familia de profesores de Girón.
Delante de la casa crecía un enorme árbol de flamboyán, sus ramas cubrían toda la parte derecha del tejado y sus flores rojas eran como llamas de fuego cada vez que florecía. Me resultaba muy intrigante el hecho de que cada flor tuviera, además de los pétalos rojos, un pétalo multicolor, de fondo blanco, con franjas de todos los colores del arcoiris. Para mí era como un pétalo mágico, un pétalo que se puede lanzar al viento y pedir un deseo, como en el cuento ruso “La flor de los siete pétalos”. Aunque en el flamboyán hubiera sólo un pétalo mágico en cada flor, en esa época había suficientes para que se cumplieran todos mis deseos.
Había otro árbol que me gustaba mucho al final del jardín, tenía flores blancas, grandes y muy perfumadas. Las llamábamos margaritas, pero creo que debían tener otro nombre. Ese era el árbol dónde jugábamos a las casas y a los piratas, pues tenía unas ramas muy grandes, a las cuales podíamos trepar. M encantaba subir a los árboles, tirar piedras y recoger ramilletes de flores silvestres.
En los árboles vivían los animales que más me gustaban después de los perros y los gatos, los lagartos. Todo mi tiempo libre lo dedicaba a cazarlos. Me gustaban los verdes, aquellos que podían cambiar de color, adquirían el color de la superficie donde los pusieras, en cambio había otros grises que no cambiaban y resultaban menos interesantes. Los cazaba para amaestrarlos y siempre quise que viviera uno conmigo, en mi cuarto. Me parecía que un lagarto en mi habitación podría estar siempre bien alimentado y a la vez habría menos insectos (había muchísimos mosquitos, luego empezaron a fumigar y hubo cada vez menos.) Pero junto con los mosquitos desaparecieron también las mariposas y las libélulas.
También venían a nuestro jardín de vez en cuando los zun-zunes, unos pájaros muy pequeños y muy hermosos que se llaman también colibríes. El zun-zun es el pájaro más pequeño del mundo, se alimenta del néctar de las flores, como una mariposa. Además, cuando vuela, mueve tan rápido las alas que éstas no se ven, sólo se ve un cuerpecito verde y brillante suspendido en el aire.
Al principio era una «casa colectiva», cada familia tenía dos dormitorios y un baño, y la cocina, el comedor, las salas, el recibidor, las terrazas eran de todos. A mí me gustaba mucho que viviéramos juntos, era muy divertido, sobre todo por las tardes, cuando venían todos del trabajo y se reunían para cenar. En la casa no había casi muebles, pero había muchas sillas,y casi siempre teníamos invitados. A menudo por las tardes cortaban la luz, entonces encendíamos velas, charlábamos y y cantábamos. A mi me dejaban quedarme hasta tarde con los mayores, pues le tenía miedo a la oscuridad. Mi casa tenía un aire de residencia estudiantil.
Pero una casa «colectiva» resulta muy molesta para la vida familiar, y nuestra pequeña comuna fue deteriorandose cada vez más. Finalmente la casa fue dividida en dos partes, cada una con entrada independiente, y nuestra vivienda se volvió completamente nuestra. En esta parte de la casa había un salón con una pared de piedra natural, rústica, muy bonito. Entre las piedras había una que sobresalía, las demás eran más o menos del mismo nivel, y comentábamos que cuando nos fuéramos de allí, deberíamos sacar esa piedra y ver si había algo debajo de ella. En aquellos años aún podían encontrarse cosas de valor guardadas por los antiguos dueños de esas casas. Lo más curioso es que en ningún momento pensamos dejar la casa e irnos a vivir a otro sitio, pero cuando nos fuimos todos definitivamente, nadie fue capaz de arrancarla.